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15.8.23

Dormición y Asunción de la Virgen

  
Como recordaba el Papa, el cielo tiene un corazón: el de la Virgen María, que fue llevada en cuerpo y alma junto a su Hijo para siempre.
 
Los últimos años de María sobre la tierra —los que transcurrieron desde Pentecostés a la Asunción—, han permanecido envueltos en una neblina tan espesa que casi no es posible entreverlos con la mirada, y mucho menos penetrarlos. La Escritura calla, y la Tradición nos hace llegar solamente ecos lejanos e inciertos. Su existencia transcurrió callada y laboriosa: como fuente escondida que da aroma a las flores y frescura a los frutos. Hortus conclusus, fons signatus (Ct 4, 12), le llama la liturgia con palabras de la Sagrada Escritura: huerto cerrado, fuente sellada. Y también: manantial de aguas vivas, arroyos que bajan del Líbano (Ibid., 15). Como cuando estaba junto a Jesús, pasó inadvertida, velando por la Iglesia en sus comienzos.

Es cosa clara que vivió, sin duda alguna, junto a San Juan, pues había sido confiada a sus cuidados filiales. Y San Juan, en los años que siguieron a Pentecostés, moró habitualmente en Jerusalén; allí lo hallamos constantemente al lado de San Pedro. En la época del viaje de San Pablo, en vísperas del Concilio de Jerusalén, hacia el año 50 (cfr. Hch, 15, 1-34), el discípulo amado figura entre las columnas de la Iglesia (Gal 2, 9). Si María estaba aún a su lado, debería rondar los 70 años, como afirman algunas tradiciones: la edad en que la Sagrada Escritura cifra la madurez de la vida humana (cfr. Sal 89, 10).

Pero el puesto de María estaba en el Cielo, donde su Hijo la esperaba. Y así, un día que permanece desconocido para nosotros, Jesús se la llevó consigo a la gloria celestial. Al declarar el dogma de la Asunción de María, en 1950, el Papa Pío XII no quiso dirimir si la Virgen murió y resucitó enseguida, o si marchó directamente al cielo sin pasar por el trance de la muerte. Hoy día, como en los primeros siglos de la Iglesia, la mayor parte de los teólogos piensan que también Ella murió, pero —al igual que Cristo— su muerte no fue un tributo al pecado —¡era la Inmaculada!—, sino para asemejarse más completamente a Jesús. Y así, desde el siglo VI, comenzó a celebrarse en Oriente la fiesta de la Dormición de la Virgen: un modo de expresar que se trató de un tránsito más parecido al sueño que a la muerte. Dejó esta tierra —como afirman algunos santos— en un transporte de amor.

Los escritos de los Padres y escritores sagrados, sobre todo a partir de los siglos IV y V, refieren detalles sobre la Dormición y la Asunción de la Virgen basados en algunos relatos que se remontan al siglo II. Según estas tradiciones, cuando María estaba a punto de abandonar este mundo, todos los Apóstoles —excepto Santiago el Mayor, que había sufrido martirio, y Tomás, que se hallaba en la India— se congregaron en Jerusalén para acompañarla en sus últimos momentos. Y una tarde serena y blanca cerraron sus ojos y depositaron su cuerpo en un sepulcro. A los pocos días, cuando Tomás, llegado con retraso, insistió en ver el cuerpo de la Virgen, encontraron la tumba vacía, mientras se escuchaban cantos celestiales.

Al margen de los elementos de verdad contenidos en estas narraciones, lo que es absolutamente cierto es que la Virgen María, por un privilegio especial de Dios Omnipotente, no experimentó la corrupción: su cuerpo, glorificado por la Santísima Trinidad, fue unido al alma, y María fue asunta al cielo, donde reina viva y gloriosa, junto a Jesús, para glorificar a Dios e interceder por nosotros. Así lo definió el Papa Pío XII como dogma de fe.

A pesar del silencio de la Escritura, un pasaje del Apocalipsis deja entrever ese final glorioso de Nuestra Señora. Una gran señal apareció en el cielo: una mujer vestida de sol, la luna a sus pies, y sobre su cabeza una corona de doce estrellas (Ap 12, 1). El Magisterio ve en esta escena, no sólo una descripción del triunfo final de la Iglesia, sino también una afirmación de la victoria de María (tipo y figura de la Iglesia) sobre la muerte. Parece como si el discípulo que había cuidado de la Virgen hasta su marcha al cielo, hubiera querido dejar constancia —de una manera delicada y silenciosa— de este hecho histórico y salvífico que el pueblo cristiano, inspirado por el Espíritu Santo, reconoció y veneró desde los primeros siglos.

Y nosotros, impulsados por la liturgia en la Misa de la vigilia de esta fiesta, aclamamos a Nuestra Señora con estas palabras: gloriosa dicta sunt de te, Maria, quæ hodie exaltata es super choros angelorum: bienaventurada eres, María, porque hoy fuiste elevada sobre los coros de los ángeles y, juntamente con Cristo, has alcanzado el triunfo eterno.


* Publicado originalmente el 14 de agosto de 2011.

J. A. Loarte | Opus Dei. 14 de agosto de 2013 | http://www.opusdei.es/art.php?p=44977
Imagen: Francisco Javier Cortés, La Asunción de la Virgen, Finales del siglo 18, Museo del Convento de los Descalzos, Lima, Perú

29.5.23

La Salve Regina, quinta parte. Vuelve a nosotros esos tus ojos misericordiosos...

He aquí todo lo que desea obtener de María el muy piadoso, santo, poeta y alma verdaderamente enardecida en el amor de la Virgen que compuso la Salve: Vuelve a nosotros esos tus ojos misericordiosos.

Ojos de Madre
Los ojos se toman como la expresión más elocuente de la inteligencia y del amor. El ojo es el símbolo de la Divina Providencia, que todo lo ve. El Divino Maestro enseña que los ojos son la antorcha del cuerpo y una sola mirada de los suyos dirigida a Pedro la noche de su prisión, bastó para convertir los del perjuro en fuentes de lágrimas por su pecado.

Al decir esos tus ojos, el autor de la Salve comunica a dicho pensamiento una energía o fuerza especial de intención y significado. Recordemos que la Virgen es nuestra Madre y comenzaremos a ver la profundidad y la elocuencia de esta enfática locución, porque ¿quien desconoce la dulzura que comunica la fortaleza y la confianza que inspira la mirada de una madre? ¿Quién no ha experimentado todo el amor, toda la bondad, toda la ternura que atesora? En esto, sin duda, pensaba aquel ferviente devoto de la Virgen cuando le pedía, como primer término de su gran súplica, una mirada de sus ojos, ¡de sus ojos de Madre!

¿Y que diremos de la extraordinaria penetración de la mirada de una madre? No hay encubierta tristeza, ni disimulada preocupación, ni deseo insignificante, ni leve malestar, ni pequeño dolor, que ella no descubra rápidamente. Un célebre orador ha dicho que “ningún microscopio ve lo infinitamente pequeño, como ve una madre las menores necesidades en el alma y en el cuerpo de su hijo”.

Felices aquellos a quienes Ella mira con misericordia
No hay para nosotros, los desdichados hijos de Eva, que gemimos y lloramos en este valle de lágrimas, otros ojos como los de la Virgen Madre de Jesucristo, tan bellos, dulces, delicados y compasivos, pues tienen el maravilloso privilegio de curar o aliviar nuestros dolores con solo mirarlos.
Felices aquellos a quienes Ella mira con sus preciosos ojos, pues la dulce claridad de su mirada ilumina el espíritu creyente con suaves resplandores, preserva el corazón de las pasiones insanas y conforta el espíritu abatido y entristecido por los sufrimientos de la vida, elevándolo a alturas donde no se respira el ambiente de las miserias humanas.

Muéstranos a Jesús...
El autor de la Salve tiende después las alas de la Fe y se remonta a las alturas celestiales, donde se encuentra la suprema felicidad para la que hemos sido creados y por la cual suspira nuestro corazón
Muéstranos a Jesús, fruto bendito de tu vientre. He aquí la gracia principal que se pide en esta plegaria, gracia que ni la Virgen puede obtenernos otra más preciosa, ni nosotros pedirle otra más grande, elevada, santa y extraordinaria.

Ver y poseer a Jesucristo, nuestro adorable Redentor, al término de nuestra peregrinación por este valle de lágrimas, es la verdadera dicha para la cual hemos sido creados y redimidos, y a cuya consecución deben dirigirse todos nuestros esfuerzos y anhelos, firmemente persuadidos que si la logramos todo lo habremos ganado, y si por desdicha no la conseguimos, todo lo habremos perdido, aunque hubiésemos disfrutado todas las prosperidades en esta vida efímera.

Esta es la vida eterna, último fin del hombre, a la cual fue enteramente dirigido y ordenado el plan divino de la Redención, de la vida, la doctrina y los milagros, la pasión y muerte de Nuestro Señor Jesucristo, y toda la economía salvífica de su Iglesia, sus dogmas y su moral, su culto, sus oraciones y sus sacramentos.

Muéstranos a Jesús, oh venturosa Estrella del Mar de esta vida, erizado de tantos escollos, batido por tantos vendavales y tormentas, para que arribemos al Puerto santo de nuestra verdadera Patria donde reinaremos con Él, gozando de inefable dicha entre los eternos resplandores de su gloria, cantando sus infinitas misericordias, proclamando que solo bajo vuestros auspicios hemos podido alcanzar tan gran recompensa.


✒ Tesoros de la Fé. La Salve Regina, quinta parte. Vuelve a nosotros esos tus ojos misericordiosos...  Revista Cruzada. Año III N°18 Buenos Aires, diciembre de 2005.

22.5.23

La Salve Regina, cuarta parte. A Ti clamamos los desterrados hijos de Eva



En nuestra edición anterior transcribimos los comentarios referentes a la invocación: Vida dulzura y esperanza nuestra, Dios te salve. En este número hacemos lo propio con las tres siguientes.

Sin los profundos trastornos que en el mundo moral y la naturaleza entera se produjeron a consecuencia del pecado de nuestros primeros padres, las virtudes que produce la dicha hubiesen florecido en el corazón humano, y una perpetua primavera hubiese reinado en la tierra convertida en mansión de alegría, de paz y de felicidad.

Pero consumada aquella funestísima desobediencia, del corazón del hombre nacido para amar se desbordarían con harta frecuencia las pasiones más insanas y funestas, antagonismos de razas, pueblos y nacionalidades, odios de partidos, luchas y rivalidades de clases, contiendas fraticidas entre hijos de un mismo hogar o de una misma Patria.

¿Quién podrá enumerar las inquietudes, sufrimientos y angustias que asaltan de continuo los caminos de nuestro triste vivir?

¿Quien tiene tan ordenada la felicidad presente que no viva descontento en su estado? Congojosa condición tienen los bienes mundanos que nunca vienen juntos ni perpetuamente duran.

Mas ¿por qué el sabio autor de la Salve para disponer favorablemente el corazón maternal de la Virgen a la gran súplica que va a presentarle, le dirige aquellas significativas y conmovedoras palabras?

A Ti clamamos los desterrados hijos de Eva

Esas palabras encierran un soberano acierto, una fuerza persuasiva y un tan precioso cuanto elocuente alegato.

Recordemos que la Santísima Virgen, carne de nuestra carne, hueso de nuestros huesos, hija de Eva como nosotros, pasó por las tristezas, pruebas, dolores y amarguras más grandes que pueden experimentarse en este destierro.

A Ti que eres como nosotros, hija de aquella Eva que nos arrastró en su caída, labró nuestra desventura, sembró el mundo de abrojos y espinas, y nos dio por patrimonio el dolor y la muerte; a Ti que eres la segunda Eva suscitada por Dios para traernos al pie de un árbol bendito el divino remedio de los infinitos males que al pie de un árbol de maldiciones nos trajo la primera; a Ti que has pasado por las tristezas de este mismo destierro, experimentando todas sus privaciones, penalidades y amarguras; a Ti que eres nuestra vida, dulzura y esperanza.

A Ti suspiramos gimiendo y llorando en este valle de lágrimas

El autor de la Salve hace resaltar después la condición de nuestro destierro llamándole Valle de Lágrimas.

¿Quién podrá explicar las innumerables adversidades y sufrimientos que nos arrancan copiosas lágrimas, unas visibles que corren desde afuera hacia adentro y son todavía más amargas?

¿Quién podrá decir las infinitas dolencias que laceran el cuerpo, las penas que torturan el alma, las inquietudes que agitan el espíritu, los inesperados quebrantos de fortuna que se burlan de todas las previsiones y seguros, las pérdidas dolorosísimas de los seres más queridos, las epidemias, guerras y revoluciones que se alimentan de millones de víctimas, las calamidades públicas e individuales que van tejiendo la inmensa tela de la vida humana?.

Grande es el poder de las lágrimas, con las cuales hasta las propias rocas se ablandan.

Por eso el autor de la Salve trata de disponer favorablemente el corazón de la Reina y Madre de Misericordia, antes de presentar la gran petición que se propone hacerle, recordándole la infelicísima condición de nuestro destierro, entristecido de continuo por nuestros gemidos y regado por nuestras lágrimas:

Por eso le dice: A Ti suspiramos gimiendo y llorando en este valle de lágrimas.

Ea pues Señora Abogada nuestra

Antes de dirigirle a la Santísima Virgen la súplica que esperábamos, el autor de la Salve por así decir retrocede e invoca a María con un nuevo título diciéndole: Ea pues Señora Abogada nuestra.

Suprema invocación que envuelve nada menos que las dos funciones más augustas que la Virgen desempeña en el cielo respecto a nosotros: las de Intercesora y Mediadora, contenidas en el título de Abogada.


(Trechos extraídos del libro del P. Dr. Manuel Vidal Rodríguez, La Salve Explicada, Tipografía de “El Eco Franciscano”, Santiago de Compostela, 1923).


✒ Tesoros de la Fé. Salve Regina, cuarta parte. A Ti clamamos los desterrados hijos de Eva. Revista Cruzada. Año III N°17 Buenos Aires, octubre de 2005.

15.5.23

La Salve Regina, tercera parte. Vida, dulzura y esperanza nuestra, Dios te salve



La Virgen es nuestra vida, porque como dice San Alberto Magno, Ella ha sido después de Dios, con Dios y por Dios, la causa eficiente de nuestra regeneración, porque ha engendrado a nuestro Regenerador y porque por sus virtudes mereció este honor incomparable.

¿Cómo la Virgen es nuestra vida? Como no existiría la lluvia benéfica que fecunda la tierra, sin la nube que la condensa en su seno y la esparce suavemente; ni los sabrosos frutos que nos alimentan sin el árbol que los produce; ni las frescas aguas del arroyo que fertilizan la pradera y apagan la sed de los fatigados viajeros, sin el manantial donde toman su origen; así también, no hubiéramos sido regenerados en la vida sobrenatural de la gracia, por medio de la Redención primero, y de los Sacramentos después, si no existiera la Santísima Virgen o no hubiera dado su consentimiento al ángel, cuando al anunciarle éste el Misterio de la Encarnación, dándole a conocer el modo maravilloso como se verificaría, dijo: “Hágase en mí según tu palabra”.

Cierto que Dios hubiera podido elegir o predestinar a otra criatura para la Encarnación del Verbo, pero una vez elegida o predestinada la Virgen María, Ella es la nube fecundísima que nos llovió al Justo; la tierra privilegiada que germinó al Salvador; la fuente donde toma su origen, en el tiempo, el río caudaloso de la gracia; el árbol que produjo el fruto divino de la Redención, que es Cristo nuestro Señor, quien dijo de sí mismo que era la Vida: Ego sum Vita.

Dios, autor de la vida de todos los seres, se dignó engrandecer al hombre con la vida racional, perfeccionada con la divina gracia, que consistía en el conocimiento, en el amor y en la comunicación con Él mismo, como preparación para hacerle luego participante de su eterna gloria. Mas el hombre que había de recibir aquella dicha suprema a título de mérito, haciendo uso de la hermosa prerrogativa de su libertad, fue insensato y desagradecido, deso-bedeciendo el precepto del Supremo Hacedor, que de la nada le había engrandecido con la dignidad de Rey de todos los seres del mundo visible, con lo que destruyó la perfección de aquella vida en sus primeros albores.

En su desgracia experimentó, sin embargo, el efecto de la divina misericordia, la que no obtuvieron los ángeles rebeldes, sin duda por las circunstancias especiales que concurrieron en su prevaricación, cuyas fatales consecuencias no habían de transmitir a sus descendientes como aquellos, y pudo consolarse con la promesa de un Dios-Hombre, cuya acción divina haría resurgir aquella vida, uniendo al hombre con Dios, separado de El por el inmenso abismo del pecado.

La promesa se cumplió por Jesucristo, Dios-Hombre, realizando la unión de aquellos dos extremos en que consistía la verdadera vida. Pero como Jesucristo vino al mundo por María, ésta es, no la vida, pero sí el medio por el cual nos vino la vida, el medio por el cual nos pusimos en comunicación con Dios, que es la fuente de la vida.

Jesucristo nos resucitó a aquella vida sobrenatural de la gracia perdida por la prevaricación de nuestros primeros padres, recobrándola todos por medio de los Santos Sacramentos, que son como sus naturales conductos. Mas ¡ay!, ¡cuántas veces volvemos a perderla de nuevo, abusando de sus infinitas bondades! Necesitábamos, pues, un medio atrayente y eficaz que excitase en nosotros el arrepentimiento por tales ingratitudes, que nos condujese seguramente a Dios cuando nos extraviásemos, que nos ayudase a ser fieles a nuestros compromisos más trascendentales y sagrados, a conseguir el gran don de la perseverancia en aquella vida sobrenatural tan preciosa, cuya pérdida constituye la más horrible de nuestras desgracias.

La Virgen, en conclusión, es nuestra vida, por que como dice el sabio Alberto Magno, ella ha sido después de Dios, con Dios y por Dios, la causa eficiente de nuestra regeneración, porque ha engendrado a nuestro Regenerador y porque, por sus virtudes, mereció este honor incomparable; la causa material, porque el Espíritu Santo mediante su asentimiento ha tomado de su sangre purísima la carne con que formó el cuerpo inmolado por la redención del mundo; la causa final, porque la gran obra de la Redención ordenada principalmente a la gloria de Dios, debe ordenarse en segundo lugar al honor de la Virgen; la causa formal porque la luz de su vida deiforme nos muestra la senda para salir de las tinieblas, y la dirección para alcanzar la visión de luz eterna 1.


1. Albert. Mag. Opera Quaest. 146 t. XX. – Super misus est.

(Cfr. P. Manuel Vidal Rodríguez, La Salve Explicada, Tipografía de “El Eco Franciscano”, Santiago de Compostela, 1923)


✒ Tesoros de la Fé. Tercera parte de la Salve Regina Vida, dulzura y esperanza nuestra, Dios te salve. Revista Cruzada. Año III N°16 Buenos Aires, agosto de 2005.

Imagen: Abdón Castañeda, "Virgen con ángeles músicos" (ca. 1610-20). Museo de Bellas Artes, Valencia, España.


13.5.23

Páginas Marianas: Virgen de Fátima, aparición del 13 de mayo de 1917


 
Llevando a su rebaño fuera de Aljustrel en la mañana del 13 de mayo, la fiesta de Nuestra Señora del Santísimo Sacramento, los tres niños pasaron Fátima, donde se encontraban la parroquia y el cementerio, y procedieron más o menos un kilómetro hacia el norte a las pendientes de Cova. Aquí dejaron que sus ovejas pastorearan mientras ellos jugaban en la pradera que llevaba uno que otro árbol de roble. Después de haber tomado su almuerzo alrededor del mediodía decidieron rezar el rosario, aunque de una manera un poco truncada, diciendo sólo las primeras palabras de cada oración. Al instante, ellos fueron sobresaltados por lo que después describieron como un "rayo en medio de un cielo azul". Pensando que una tormenta se acercaba se debatían si debían tomar las ovejas e irse a casa. Preparándose para hacerlo fueron nuevamente sorprendidos por una luz extraña.
 
Comenzamos a ir cuesta abajo llevando a las ovejas hacia el camino. Cuando estabamos en la mitad de la cuesta, cerca de un árbol de roble (el gran árbol que hoy en día está rodeado de una reja de hierro), vimos otro rayo, y después de da unos cuantos pasos más vimos en un árbol de roble (uno más pequeño más abajo en la colina) a una señora vestida de blanco, que brillaba más fuerte que el sol, irradiando unos rallos de luz clara e intensa, como una copa de cristal llena de pura agua cuando el sol radiante pasa por ella. Nos detuvimos asombrados por la aparición. Estabamos tan cerca que quedamos en la luz que la rodeaba, o que ella irradiaba, casi a un metro y medio.
 
Por favor no teman, no les voy a hacer daño
Lucía respondió por parte de los tres, como lo hizo durante todas las apariciones
 
¿De dónde eres?
Yo vengo del cielo.
 
La Señora vestía con un manto puramente blanco, con un borde de oro que caía hasta sus pies. En sus manos llevaba las cuentas del rosario que parecían estrellas, con un crucifijo que era la gema más radiante de todas. Quieta, Lucía no tenía miedo. La presencia de la Señora le producía solo felicidad y un gozo confiado.
 
"¿Que quieres de mi?"
Quiero que regreses aquí los días trece de cada mes por los próximos seis meses a la misma hora. Lugo te diré quien soy, y qué es lo que más deseo. I volveré aquí una séptima vez.
 
" ¿Y yo iré al cielo?"
Sí, tu irás al cielo.
 
" ¿Y Jacinta?"
Ella también irá
 
"¿Y Francisco?"
El también, amor mío, pero primero debe decir muchos Rosarios
 
La Señora miró a Francisco con compasión por unos minutos, matizado con una pequeña tristeza. Lucía después se recordó de algunos amigos que habían fallecido.
 
"¿Y María Neves está en el cielo?
Si, ella esta en el cielo
 
"¿y Amelia?"
Ella está en el purgatorio.
 
Se ofrecerán a Dios y tomarán todos los sufrimientos que El les envíe?
¿En reparación por todos los pecados que Le ofenden y por la conversión de los pecadores?
"Oh Sí, lo haremos"
 
Tendrán que sufrir mucho, pero la gracia de Dios estará con ustedes y los fortalecerá.
 
Lucía relata que mientras la Señora pronunciaba estas palabras, abría sus manos, y
Fuimos bañados por una luz celestial que parecía venir directamente de sus manos. La realidad de esta luz penetró nuestros corazones y nuestras almas, y sabíamos que de alguna forma esta luz era Dios, y podíamos vernos abrazada por ella. Por un impulso interior de gracias caímos de rodillas, repitiendo en nuestros corazones: "Oh Santísima
Trinidad, te adoramos. Mi Dios, mi Dios, te amo en el Santísimo Sacramento"
Los niños permanecían de rodillas en el torrente de esta luz maravillosa, hasta que la Señora habló de nuevo, mencionando la guerra en Europa, de la que tenían poca ninguna noción.
 
Digan el Rosario todos los días, para traer la paz al mundo y el final de la guerra.
 
Después de esto ella se comenzó a elevar lentamente hacia el este, hasta que desapareció
en la inmensa distancia. La luz que la rodeaba parecía que se adentraba entre las estrellas, es por eso que a veces decíamos que vimos a los cielos abrirse.
 
Los días siguientes fueron llenos de entusiasmo, aunque ellos no pretendían que fueran así. Lucía había prevenido a los otros de mantener a su visita en secreto, sabiendo correctamente las dificultades que ellos experimentarían si los eventos se sabrían. Sin embargo la felicidad de Jacinta no pudo ser contenida, cuando prontamente se olvidó de su promesa y se lo reveló todo a su madre, quien la escuchó pacientemente pero le dio poca credibilidad a los hechos. Sus hermanos y hermanas se metían con sus preguntas y chistes. Entre los interrogadores solo su padre, "Ti" Marto estuvo inclinado a aceptar la historia como verdad. El creía en la honestidad de sus hijos, y tenía una simple apreciación de las obras de Dios, de manera que él se convirtió en el primer creyente de las apariciones de Fátima.
 
La madre de Lucía, por otro lado, cuando finalmente escuchó lo que había ocurrido, creyó que su propia hija era la instigadora de un fraude, si no una blasfemia. Lucía comprendió rápidamente lo que la Señora quería decir cuando dijo que ellos sufrirían mucho. María Rosa no pudo hacer que Lucía se retractara, aún bajo amenazas. Finalmente la llevó a la fuerza donde el párroco, el padre Ferreira, sin tener éxito. Por otro lado, el padre de Lucía, quien no era muy religioso, estaba prácticamente indiferente, atribuyendo todo a los caprichos de mujeres. Las próximas semanas, mientras los niños esperaban su próxima visita de la Señora en Junio, les revelaron que tenían pocos creyentes, y muchos en contra en Aljustrel y Fátima.
 

8.5.23

La Salve Regina, segunda parte



En la edición anterior de Cruzada, iniciamos la serie sobre la Salve Regina. A continuación, transcribimos comentarios de un reconocido autor respecto de las primeras salutaciones de esa sublime oración

Dios te salve Reina y Madre de misericordia – La palabra Salve, del mismo modo que su análoga Ave, es una forma de salutación enfática que expresa en general los sentimientos de respeto o de veneración, de gratitud, amistad o benevolencia. (...)

De un modo especial la palabra Salve expresa, ora un ferviente deseo de que Dios guarde o proteja a la persona a quien se saluda, ora el contento que su felicidad nos proporciona.

En el primero de estos sentidos no podía en manera alguna aplicársele a la Virgen, puesto que se halla en el cielo disfrutando la felicidad más extraordinaria que puede imaginarse; pero puedo dirigírsele com toda propiedad en el último sentido, como homenaje a sus excelsasvirtudes y prerrogativas, como felicitación por la inmensa dicha de que goza y sus incomparables grandezas.

En este sentido la saludó el Angel al anunciarle el sublime Misterio de la Encarnación del Verbo (...).

La Virgen es Reina por su dignidad incomparable de Madre de Jesucristo, Rey inmortal de las almas que conquistó en campo abierto, dando por ellas su preciosa vida; Rey inmortal de los siglos que se suceden rindiéndole pleitesía ante su Cruz y sus Altares, en todas las lenguas de la tierra, no solo en el orden religioso sino también en la ciencia, en el arte y en las letras, en las instituciones sociales, en las leyes y en las costumbres.

Teniendo Jesucristo el Principado absoluto y universal sobre todas las criaturas, (pues su Eterno Padre “le colocó a su diestra poniéndole sobre todo principado y potestad, y virtud, y dominación, y sobre todo nombre por celebrado que sea no solo en este siglo sino en el futuro, y todas las cosas debajo de sus pies”, como nos dice San Pablo) y habiendo sido asociada la Santísima Virgen a la empresa divina de la Redención y al triunfo de su Hijo, es natural que participe de sus prerrogativas como Madre del “Rey de la Gloria”.

* * *

Después del augusto nombre de Dios, no hay palabra que resuene tan gratamente en el corazón humano, como el dulce nombre de madre. Los suaves ecos de esta palabra incomparable conmueven de tal manera el alma, que no hay edad, condición, ni raza, ni estado de cultura, que permita al hombre sustraerse a su tierna y poderosa influencia. (...)

Pues bien, si todos los fieles formamos com Cristo un solo cuerpo místico, una sola persona moral, de la que Él es la cabeza y nosotros los miembros, y la Santísima Virgen es Madre de Cristo no solo en cuanto Dios Hombre, sino en cuanto Salvador, como así le anunció el Ángel y ella le dió su correspondiente asentimiento, se desprende que es Madre de todos aquellos que formamos parte integral de aquel cuerpo cuya cabeza es Cristo. (...)

* * *

Reina de Misericordia ¿por qué?

Porque la clemencia es una virtud especialísima de los Reyes, de tal suerte que cuando se consagraban se les ungía la cabeza con aceite de oliva, símbolo de la piedad y de la misericordia, para darles a entender los sentimientos que debían palpitar ante todo en sus reales pechos - como observa San Alfonso de Ligorio.

Porque consistiendo el reinado de Dios en la justicia y en la misericordia, parece haberse reservado para Él la justicia, confiando a la Reina del cielo la jurisdicción de la misericordia - como sienten Juan Gersón, gran Canciller de la Sorbona, Santo Tomás de Aquino y el Doctor Seráfico San Buenaventura.

Porque la Virgen fue predestinada para Madre del Creador para que salvase por su compasión a los que no podía salvar la justicia de su Hijo; y es tanto más poderosa cuanto es más misericordiosa –al decir de San Juan Crisóstomo y de San Pedro Damiano.


(Cfr. P. Manuel Vidal Rodríguez, La Salve Explicada, Tipografía de “El Eco Franciscano”, Santiago de Compostela, 1923)


✒ Tesoros de la Fé. Segunda parte de  la Salve Regina. Revista Cruzada. Año III N°15 Buenos Aires, junio de 2005.


1.5.23

La Salve Regina, primera parte

 


Atendiendo pedidos de nuestros lectores, iniciamos la publicación de una serie de comentarios de un reconocido autor sobre la sublime oración Salve Regina (1)

Después del Padre Nuestro y del Ave María, no hay oración tan profunda, hermosa y simple como la Salve Regina, que desde los primeros momentos de su aparición, a fines del siglo X, fue recibida por la Iglesia y adoptada por la Cristiandad, y se reza todos los días en todos los hogares y templos, desde los más suntuosos a los más humildes.

Nada hay de extraño que así sea, pues esta preciosa oración reúne las condiciones de toda oración para ser perfecta, según la doctrina del Ángel de las Escuelas (Santo Tomás de Aquino): levantar el alma a Dios para pedir una gracia que esté ordenada ala vida eterna (cfr. Suma Teológica, Iia Iiae, q. 83, a. 17).

Por medio de ella, siempre que nos sentimos angustiados por las pruebas y amarguras de la vida, recurrimos al trono celestial de la Virgen, tesoro inagotable de protección y de consuelo, a quien saludamos primero como Reina y Madre de Misericordia, vida, dulzura y esperanza nuestra, lo cual resume todos los motivos que tenemos para acudir a Ella con filial e ilimitada confianza; exponiéndole después nuestra triste condición de desterrados en este valle de lágrimas, a través del cual caminamos dolorosamente, como Ella caminó un día; pidiéndole, por último, que nos proteja con la dulcísima mirada de sus ojos misericordiosos, y en el final de nuestra peregrinación nos muestre a Jesús, que es la resurrección y la vida eterna. [...]

Tantas son las bellezas de esta oración, tan profundos sus pensamientos, tan felices sus expresiones, que los historiadores de la Edad Media, más artistas que críticos, tales como Juan Eremita y Alberico de Trois Fontaines (a quienes más tarde seguiría el gran canonista Alpizcueta y la Venerable María de Agreda) creían que su origen era angélico. [...]
Varias naciones reivindicaron su paternidad, presentando a sus hijos más insignes como autores de la gran oración mariana.

Sin embargo, revisados por la crítica los títulos presentados, fueron descartándose muchos de ellos. En el presente momento no hay sino tres escritores que pueden aspirar a la honra de haber compuesto la Salve Regina: el alemán Hermann Contractus, el francés Aymar de Puy y el español San Pedro de Mezonzo. (2)

Madre tierna y poderosa Princesa

La Santísima Virgen defiende y protege a sus hijos contra sus enemigos. María, Madre tierna, los oculta bajo las alas de su protección como una gallina a sus polluelos. Ella les habla, se abaja hasta ellos, condesciende con todas sus debilidades, para librarlos del gavilán y del buitre; se coloca a su alrededor y los acompaña como un escuadrón formado en batalla. El que está rodeado de un escuadrón, de cinco mil hombres ¿temerá acaso a sus enemigos? Pues un fiel servidor de María, rodeado de su protección y de su poder imperial, tiene menos aún por qué temer. Esta bondadosa Madre y poderosa Princesa de los cielos enviaría batallones de millones de ángeles para socorrer a uno de sus servidores, antes que se pudiera jamás decir que un fiel servidor suyo, que en Ella había confiado, sucumbiera ante la malicia, el número y la fuerza de sus enemigos. (San Luis Ma. Grignion de Montfort, Tratado de la Verdadera Devoción a María Santísima, BAC, Madrid, 1954, it. 210)

Texto de la Salve Regina
Salve Regina, Mater misericórdiæ, vita, dulcédo et spes nostra, salve. Ad te clamámus, éxsules, filii Hevæ. Ad te suspirámus, geméntes et flentes in hac lacrimárum valle. Eia ergo, advocáta nostra, illos tuos misericórdes óculos ad nos convérte. Et Jesum, benedictum fructum ventris tuis, nobis, post hoc exsilium osténde. O clemens! O pia! O dulcis Virgo Maria!

Ora pro nobis, Sancta Dei Génitrix.

Ut digni efficiámur promissiónibus Christi.

Dios te salve, Reina y Madre, de misericordia, vida dulzura y esperanza nuestra. Dios te salve. A ti llamamos los desterrados hijos de Eva. A ti suspiramos gimiendo y llorando en este valle de lágrimas. Ea, pues, Señora, abogada nuestra, vuelve a nosotros esos tus ojos misericordiosos. Y después de este destierro, muéstranos a Jesús, fruto bendito de tu vientre. ¡Oh clementísima! ¡Oh piadosa! ¡Oh dulce Virgen María!

Ruega por nosotros Santa Madre de Dios

Para que seamos dignos de alcanzar las promesas de Nuestro Señor Jesucristo.
Notas
1. Pe. Dr. Javier Vales Failde, La Salve Explicada, Prólogo,Tipografía de "El Eco Franciscano", Santiago de Compostela, 1923.
2. Nota de la redacción: Según una tradición surgida en el siglo XVI, San Bernardo, movido por inspiración divina, habría agregado las tres invocaciones finales: “O clemente, o piadosa, o dulce Virgen María!”. Pero hay contra eso el silencio de los contemporáneos del santo, y el hecho de que el argumento de la oración y su conclusión sugieren un mismo autor. (Cfr. H. T. Henry, Salve Regina, The Catholic Encyclopedia, Volume XIII, Copyright © 1912 by Robert Appleton Company, Online Edition Copyright © 2003 by K. Knight)


✒ Tesoros de la Fé. Primera parte de la Salve Regina. Revista Cruzada. Año III N°14 Buenos Aires, abril de 2005.

27.4.23

Virgen de Montserrat

 
La imagen de la Virgen de Montserrat, tallada en madera, es un buen ejemplo del arte románico. La estatua está sentada, mide 95 cm y es casi toda dorada, excepto la cara y las manos de la Virgen, y el Niño. Estas partes tienen un color entre negro y castaño, que se atribuye a las innumerables velas y lámparas encendidas ante la imagen, día y noche, por los peregrinos. Por esto la llaman “La Moreneta”.
 
Cuenta la tradición que San Lucas en persona, utilizando las herramientas de la carpintería de San José, labró una preciosa talla de madera tomando como modelo a la mismísima Madre de Dios. Al parecer, esa imagen fue llevada a España por el apóstol Santiago para ser depositada en la ciudad de Barcelona, donde se la veneró por siglos, aún en los peores momentos de las persecuciones romanas.
Durante la invasión musulmana, un grupo de cristianos retiró la imagen de su ermita para esconderla en una cueva de la montaña de Montserrat y ahí permaneció olvidada hasta que en los primeros tiempos de la Reconquista se la descubrió milagrosamente dando inicio, por segunda vez, a su devoción.

Un santuario en las montañas
En el siglo IX, los pobladores de la región construyeron para ella una pequeña capilla que, con el paso de los años, dio origen al monasterio benedictino de Santa María de Montserrat, en la comarca de Bages, a 720 metros sobre el nivel del mar. Poco después comenzaron a llegar centenares de peregrinos así como también importantes donativos y limosnas que le permitieron al convento crecer de manera constante hasta transformarse en santuario.
                         
La imagen morena
La talla, dorada y policromada, representa a Nuestra Señora sentada en un trono, con el Niño Jesús sobre sus rodillas sostenido por su mano izquierda en tanto en la derecha sujeta una esfera que representa al mundo. El Niño, que a su vez sostiene una piña, mantiene su diestra en alto, en acto de bendición y, como su Madre, se caracteriza por el color negro de su rostro debido, según los historiadores, al humo de las velas y los candelabros.
 
La devoción se expande
La antigua ermita fue cedida al monasterio de Santa María de Ripoll por Wilfredo el Velloso, héroe aragonés de la Reconquista que allí yace enterrado tras perecer en lucha contra los árabes durante la defensa de Barcelona.
Después que el abad Oliva fundara una orden de monjes junto al pequeño oratorio, la devoción por La Moreneta se difundió por otras comarcas siguiendo la ruta de los ejércitos aragoneses que la llevaron primero a Italia, después a Grecia y finalmente a Oriente. Y con la expansión española por el mundo, surgieron nuevas iglesias, conventos y poblaciones dedicadas a ella.
                         
Patrona del Imperio
España convirtió a La Moreneta en la Virgen Imperial que patrocinaría todas sus empresas. Tales fueron los milagros que Nuestra Señora de Montserrat prodigó a los fieles que Alfonso X el Sabio le dedicó seis de sus Cantigas.
Santos y emperadores visitaron el monasterio para postrarse a sus pies, entre ellos San Ignacio de Loyola, San Pedro Nolasco, San Raimundo de Peñafort, San Luis Gonzaga, San Francisco de Borja, San Vicente Ferrer, San Antonio María Claret, San José de Calasanz, San Benito Labre, San Juan de Mata, el beato Diego de Cádiz, Alfonso el Sabio, Carlos I y Felipe II, los dos últimos en numerosas oportunidades. Felipe II mandó construir a la Virgen el magnífico retablo del altar mayor y su trono fue costeado por suscripción popular.
 
La Virgen requeté
Durante la Guerra Civil Española, soldados catalanes evadidos del territorio controlado por la República socialista constituyeron el Tercio de Requetés de Nuestra Señora de Montserrat, milicia carlista catalana que en Pamplona se unió al resto de aquellas fuerzas para combatir con bravura en Zaragoza, Jaca, Codo, el Valle del Tajo, Villalba de los Arcos y otros puntos de la península.
En 1881 el papa León XIII la coronó solemnemente declarándola patrona de todas las diócesis de Cataluña y fijó su festividad el 27 de abril, trasladándola del 8 de septiembre en que se la solía conmemorar.


Virgen de Monserrat, Patrona de Cataluña, España | Revista Cruzada Año V N°26 Abril de 2007.

2.2.23

Nuestra Señora del Buen Suceso



En el Monasterio de la Limpia Concepción de la ciudad de Quito, Ecuador, se hallaba orando la abadesa Mariana Francisca de Jesús Torres y Berriochoa cuando, repentinamente, Nuestra Señora hizo su aparición para anunciar terribles premoniciones y el triunfo de la Santa Iglesia.

El 2 de febrero de 1594, la Madre Mariana Francisca de Jesús Torres oraba como todas las noches en el coro alto, frente al altar mayor cuando, repentinamente, vio apagarse la llama que ardía frente al Santísimo, dejando a la capilla en completa obscuridad. De repente, una voz dulce y angelical le dijo: “Soy María del Buen Suceso, la Reina del Cielo y de la Tierra”, mientras una luz celestial iluminaba el recinto.

Terribles predicciones
“Amada hija de mi corazón, Yo soy María del Buen Suceso, vuestra madre y protectora” y así comenzó una serie de predicciones que llenaron de angustia a Mariana de Jesús. Grandes herejías se abatirían sobre la Tierra a fines del siglo XIX y todo el XX. “La luz de la Fe se extinguirá en las almas debido a la casi total corrupción de las costumbres. En esos tiempos estará la atmósfera repleta del espíritu de impureza (...) habrá grandes calamidades, físicas y morales, públicas y privadas. El corto número de almas en las cuales se conservará el culto de la Fe y de las buenas costumbres sufrirá un cruel e indecible padecer ...”.


Continuó diciendo la Santa Madre que serían considerados mártires aquellos que se sacrificaran a sí mismos por la Iglesia y las naciones y que vendrían momentos en los que todo parecería perdido y paralizado, pero ese “.. será el feliz principio de la restauración completa”.  También anunció la emancipación de España y el martirio del presidente D. Gabriel García Moreno el 6 de agosto de 1875.                          

Anuncio de esperanza
Las predicciones hechas por Nuestra Señora a sor Mariana fueron terribles. Cataclismos, pestes, hambrunas, guerras sangrientas, invasiones y blasfemias; ”...habrá una guerra formidable y espantosa en la que fluirá sangre de propios y ajenos, de sacerdotes seculares y regulares y también de religiosas”.


Sin embargo, sobre el final, palabras de esperanza inflamaron el ánimo de la religiosa: “...entonces es llegada mi hora, en la que Yo, de una manera asombrosa destronaré al soberbio Satanás, poniéndolo bajo mi planta y encadenándolo en el abismo infernal, dejando por fin libre a la Iglesia y a la Patria de su cruel tiranía”.

Lo que la Madre de Dios anunció, al igual que en Fátima siglos más tarde aunque con otras palabras, fue el triunfo de su Inmaculado Corazón: “Recen con insistencia pidiendo a nuestro Padre Celestial que ponga fin atan malvados tiempos, por el amor del Corazón Eucarístico de mi Santísimo Hijo...”.

Magnífica imagen
Nuestra Señora pidió también insistentes oraciones para que Dios envíe “... el Prelado que deberá restaurar el espíritu de los sacerdotes”. Prelado al que “dotaremos de una capacidad pura, de humildad de corazón, de docilidad a las diversas inspiraciones, de fortaleza para defender los derechos de la Iglesia” y de “un corazón tierno para que, cual otro Cristo, atienda al grande y al pequeño”. 


La Virgen María indicó que Francisco del Castillo, el mejor escultor de Quito, tallase su imagen asegurando que serían los Arcángeles San Miguel, San Gabriel y San Rafael quienes guiarían su mano.


El 16 de enero de 1611, temprano por la mañana, cuando las hermanas entraron en la capilla para orar, vieron la magnífica imagen en el coro irradiando luz hacia todas partes, milagrosamente transformada por los tres Arcángeles.

La Madre Mariana Francisca de Jesús Torres falleció en olor de santidad el 16 de enero de 1635. “Ha muerto una santa”, exclamó la futura Santa Mariana de Jesús Paredes, entonces con 17 años de edad.

Fuente
Mensaje Profético de la Sierva de Dios Sor Mariana Francisca de Jesús Torres y Berriochoa y su fiel cumplimiento a través de los siglos, Mons. Luis E. Cadena y Almeida, Ed. Librería Espiritual, Quito, 1989.


Nuestra Señora del Buen Suceso | Revista Cruzada Año IV N° 19 - Febrero 2006. 
 

Nuestra Señora de la Candelaria



En el siglo V de nuestra era, el Papa San Gelasio I desplazó la marcha pagana de Los Lupercales para reemplazarla por una procesión con candelas, el día de la Purificación de María Santísima y la Presentación del Niño Jesús en el Templo. Un milenio después, en las islas Canarias tuvo lugar una maravillosa aparición que se expandió con fuerza por las tres Américas.

Finalizaba la Edad Media cuando la corona castellana inició la conquista de las Islas Canarias. El archipiélago había sido visitado por navegantes europeos y la presencia de nativos motivó a los frailes mallorquíes a trasladarse allí para iniciar su catequización.

Un milagro en las Canarias

Cuenta Fray Alonso de Espinoza que en una fecha entre los años 1400 y 141, dos aborígenes guanches de la comarca de Guimar, isla de Tenerife, se disponían a introducir el ganado en unas curvas que servían de corral, sobre los barrancos de Chimisay, cuando los animales, extremadamente nerviosos, se negaron a entrar. Fue entonces que vieron a cierta distancia, parada sobre un peñasco a orillas del mar, a una bella dama que los observaba. Como por entonces los hombres tenían prohibido tratar con mujeres fuera de las aldeas, le hicieron señas para que se alejase y permitiese al ganado pasar. Grande fue su sorpresa cuando los brazos del que intentó hacer señas se paralizaron. Entonces, su compañero extrajo un cuchillo para herir a la dama, pero al clavar la hoja, en lugar de lesionarla, sintió una aguda puntada en su propio cuerpo a la misma altura en la que había asestado el golpe.

Nuevos prodigios 

Aterrorizados, los campesinos huyeron del lugar en dirección a Chinguaro, su aldea, donde relataron los hechos al rey Acaymo quien decidió acudir al lugar para ver por sí mismo lo que ocurría. El soberano, acompañado por sus consejeros, llegó hasta el peñasco y ahí pudo ver que lo que decían sus súdbitos era verdad. La imagen de una hermosa dama con un niño en brazos y una candela en la mano, yacía de pie sobre una roca.

Como no se atrevió a tocar la imagen, el soberano dispuso que los dos pastores que la habían descubierto la recogiesen y llevasen hasta la cueva que le servía de palacio. Y al hacerlo así, curaron sus heridas milagrosamente.

Acaymo quiso ser parte de aquel milagro y exigió que se le entregase la imagen. Y de ese modo, con ella en brazos, echó a andar. Sin embargo, al cabo de un tiempo, el peso lo agobió y debió pedir ayuda. De esa manera, los aborígenes regresaron a su aldea y depositaron la imagen en la cueva que el rey utilizaba como morada. Un poblador de nombre Antón, que había sido esclavo de los españoles pero que al cabo de un tiempo logró escapar y regresar a su tierra, reconoció en la efigie a la Madre de Dios, cosa que se apresuró a explicar al monarca.

El santuario de la Virgen

La conquista española encontró auqella tierra evangelizada por la misma Virgen, razón por la cual, en el lugar de la aparición fué colocada una cruz y en aquel otro en el que el rey pidió auxilio, un santuario en honor de Nuestra Señora del Socorro. La cueva donde fué depositada se convirtió en una capilla y en 1526 se construyó sobre ella un santuario para venerarla y agradecer los muchos prodigios que había realizado. Por esa época, los españoles sustrajeron la imagen. Poco después se desató una epidemia que los pobladores atribuyeron al sacrilegio, y esa fue la razón por la que, al poco tiempo, apareció.

En las tres Américas

La advocación pasó a América de la mano de los conquistadores y se propagó con increíble velocidad por todo el continente. En 1826 una inundación se llevó la imagen pero para entonces el amor que los pobladores tenían por ella era muy fuerte y su devoción se hallaba profundamente arraigada. Por esa razón, poco tiempo después se hizo una réplica exacta de la Virgen que es la que se venera en la basílica actual. 

El 12 de diciembre de 1867 la Sagrada Congregación de Ritos declaró a Nuestra Señora de la Candelaria patrona del Archipiélago Canario y el 13 de octubre de 1889 fue coronada canónicamente.

En 1780 una figura tallada en piedra, fué descubierta en Copiacó, Chile por Manuel Caro Inca. En Puno, Perú, se convirtió en patrona de la ciudad y desde 1640 es protectora de numerosas ciudades de nuestro continente, entre ellas Tlacotalpan (México), Huehuetanango (Guatemala), Medellín (Colombia), Humahuaca (Argentina) y otras poblaciones de la Quebrada. Su fiesta se conmemora el 2 de febrero.


✒ Nuestra Señora de la Candelaria. Revista Cruzada. Año VII N°37 Buenos Aires, diciembre de 2008.

Imagen: Nuestra Señora del Buen Recodo (La Candelaria). Anónimo. Óleo sobre tela 119x86. Siglo XVIII. Colección Celso Pastor de la Torrea. Pintura Virreinal Cuzqueña. Perú.

7.1.23

Estos son 5 mitos de la Virgen María que aún son creídos como verdad



La Mariología, el área de la teología que estudia la importancia de la Virgen María en la vida de Jesús y en la fe cristiana, es quizás un punto de debate constante entre los católicos y miembros de otros grupos cristianos.

En algunos casos, se fabrican mitos sobre cómo los católicos vemos a Santa María. Perspectivas falsas que mal entienden el amor que se tiene a la Madre de Dios.

Nuestros hermanos de Tekton nos traen un útil e informativo video donde se nos muestra 5 de estos mitos, e intentan aclararlos:

Mito 1: “Los católicos adoran a María”

Uno de las críticas más populares contra la devoción mariana es que, al parecer, nosotros los católicos adoramos a María por rezarle, tener estatuillas de ella y tenerle una muy alta estima. Pero la Iglesia es firme al decir que no hay nadie como Dios, y no se debe adorar a nadie más que a Él.

Mito 2: “Los católicos piensan que María no necesitó un salvador”

Esto tampoco es verdad, lo que se cree es que Santa María nació sin pecado pero por la salvación dada por la muerte de Jesús. Una especie de “adelanto” de lo que se nos prometió a nosotros con la resurrección de Cristo.  

Mito 3: “La Mariología católica contradice la Biblia”

Se suele pensar que los católicos inventaron muchas de las historias de la Virgen María, y que no tienen sustento bíblico. Sin embargo, la Biblia es una de las fuentes más importantes de la Mariología.

Mito 4: “La Mariología es una tardía corrupción medieval de la fe”

Muchos críticos que piensan de esta manera, se sorprenderían mucho al saber que fueron algunos Padres de la Iglesia, al principio de la iglesia, los que llamaban a María como la Nueva Eva. El amor a la Virgen es más antiguo de lo que se cree.   

Mito 5: “María le resta importancia a Jesús”

Todo lo contrario, la vida entera de la Virgen María le rinde honor a Cristo. Cada vez que Santa María aparece en la Biblia, es para resaltar el hecho de que necesitamos de Dios para poder vivir. Ella siempre señalará a su Hijo como el camino de Salvación, no a ella misma.     

✒ ChurchPop | Estos son 5 mitos de la Virgen María que aún son creídos como verdad (churchpop.com)

6.1.23

Epifanía del Señor






La Epifanía es una de las fiestas litúrgicas más antiguas, más aún que la misma Navidad. Comenzó a celebrarse en Oriente en el siglo III y en Occidente se la adoptó en el curso del IV. Epifanía, voz griega que a veces se ha usado como nombre de persona, significa "manifestación", pues el Señor se reveló a los paganos en la persona de los magos. 

Tres misterios se han solido celebrar en esta sola fiesta, por ser tradición antiquísima que sucedieron en una misma fecha aunque no en un mismo año; estos acontecimientos salvíficos son la adoración de los magos, el bautismo de Cristo por Juan y el primer milagro que Jesucristo, por intercesión de su madre, realizó en las bodas de Caná y que, como lo señala el evangelista Juan, fue motivo de que los discípulos creyeran en su Maestro como Dios.

Para los occidentales, que, como queda dicho más arriba, aceptaron la fiesta alrededor del año 400, la Epifanía es popularmente el día de los reyes magos. En la antífona de entrada de la misa correspondiente a esta solemnidad se canta: "Ya viene el Señor del universo. en sus manos está la realeza, el poder y el imperio". El verdadero rey que debemos contemplar en esta festividad es el pequeño Jesús. Las oraciones litúrgicas se refieren a la estrella que condujo a los magos junto al Niño Divino, al que buscaban para adorarlo.

Precisamente en esta adoración han visto los santos padres la aceptación de la divinidad de Jesucristo por parte de los pueblos paganos. Los magos supieron utilizar sus conocimientos -en su caso, la astronomía de su tiempo- para descubrir al Salvador, prometido por medio de Israel, a todos los hombres.

El sagrado misterio de la Epifanía está referido en el evangelio de san Mateo. Al llegar los magos a Jerusalén, éstos preguntaron en la corte el paradero del "Rey de los judíos". Los maestros de la ley supieron informarles que el Mesías del Señor debía nacer en Belén, la pequeña ciudad natal de David; sin embargo fueron incapaces de ir a adorarlo junto con los extranjeros. Los magos, llegados al lugar donde estaban el niño con María su madre, ofrecieron oro, incienso y mirra, sustancias preciosas en las que la tradición ha querido ver el reconocimiento implícito de la realeza mesiánica de Cristo (oro), de su divinidad (incienso) y de su humanidad (mirra).

A Melchor, Gaspar y Baltasar -nombres que les ha atribuido la leyenda, considerándolos tres por ser triple el don presentado, según el texto evangélico -puede llamárselos adecuadamente peregrinos de la estrella. Los orientales llamaban magos a sus doctores; en lengua persa, mago significa "sacerdote". La tradición, más tarde, ha dado a estos personajes el título de reyes, como buscando destacar más aún la solemnidad del episodio que, en sí mismo, es humilde y sencillo. Esta atribución de realeza a los visitantes ha sido apoyada ocasionalmente en numerosos pasajes de la Escritura que describen el homenaje que el Mesías de Israel recibe por parte de los reyes extranjeros.

La Epifanía, como lo expresa la liturgia, anticipa nuestra participación en la gloria de la inmortalidad de Cristo manifestada en una naturaleza mortal como la nuestra. Es, pues, una fiesta de esperanza que prolonga la luz de Navidad.

Esta solemnidad debería ser muy especialmente observada por los pueblos que, como el nuestro, no pertenecen a Israel según la sangre. En los tiempos antiguos, sólo los profetas, inspirados por Dios mismo, llegaron a vislumbrar el estupendo designio del Señor: salvar a la humanidad entera, y no exclusivamente al pueblo elegido.

Con conciencia siempre creciente de la misericordia del Señor, construyamos desde hoy nuestra espiritualidad personal y comunitaria en la tolerancia y la comprensión de los que son distintos en su conducta religiosa, o proceden de pueblos y culturas diferentes a los nuestros.

Sólo Dios salva: las actitudes y los valores humanos, la raza, la lengua, las costumbres, participan de este don redentor si se adecuan a la voluntad redentora de Dios, "nunca" por méritos propios. Las diversas culturas están llamadas a encarnar el evangelio de Cristo, según su genio propio, no a sustituirlo, pues es único, original y eterno.

✒ | EWTN | 
Epifanía del Señor | EWTN

1.1.23

Madre de Dios, Madre nuestra



Homilía de san Josemaría, pronunciada el 11 de octubre de 1964, fiesta entonces de la Maternidad de la Santísima Virgen, y publicada en 'Amigos de Dios'. La Solemnidad de Santa María, Madre de Dios se celebra el 1 de enero y conmemora el dogma de la Maternidad divina de María sobre Jesús, tal y como quedó definido en el Concilio de Éfeso.



Todas las fiestas de Nuestra Señora son grandes, porque constituyen ocasiones que la Iglesia nos brinda para demostrar con hechos nuestro amor a Santa María. Pero si tuviera que escoger una, entre esas festividades, prefiero la de hoy: la Maternidad divina de la Santísima Virgen.

Esta celebración nos lleva a considerar algunos de los misterios centrales de nuestra fe: a meditar en la Encarnación del Verbo, obra de las tres Personas de la Trinidad Santísima. María, Hija de Dios Padre, por la Encarnación del Señor en sus entrañas inmaculadas es Esposa de Dios Espíritu Santo y Madre de Dios Hijo.

Cuando la Virgen respondió que sí, libremente, a aquellos designios que el Creador le revelaba, el Verbo divino asumió la naturaleza humana: el alma racional y el cuerpo formado en el seno purísimo de María. La naturaleza divina y la humana se unían en una única Persona: Jesucristo, verdadero Dios y, desde entonces, verdadero Hombre; Unigénito eterno del Padre y, a partir de aquel momento, como Hombre, hijo verdadero de María: por eso Nuestra Señora es Madre del Verbo encarnado, de la segunda Persona de la Santísima Trinidad que ha unido a sí para siempre —sin confusión— la naturaleza humana. Podemos decir bien alto a la Virgen Santa, como la mejor alabanza, esas palabras que expresan su más alta dignidad: Madre de Dios.

Fe del pueblo cristiano

Esa ha sido siempre la fe segura. Contra los que la negaron, el Concilio de Efeso proclamó que si alguno no confiesa que el Emmanuel es verdaderamente Dios, y que por eso la Santísima Virgen es Madre de Dios, puesto que engendró según la carne al Verbo de Dios encarnado, sea anatema.

La historia nos ha conservado testimonios de la alegría de los cristianos ante estas decisiones claras, netas, que reafirmaban lo que todos creían: el pueblo entero de la ciudad de Efeso, desde las primeras horas de la mañana hasta la noche, permaneció ansioso en espera de la resolución... Cuando se supo que el autor de las blasfemias había sido depuesto, todos a una voz comenzaron a glorificar a Dios y a aclamar al Sínodo, porque había caído el enemigo de la fe. Apenas salidos de la iglesia, fuimos acompañados con antorchas a nuestras casas. Era de noche: toda la ciudad estaba alegre e iluminada. Así escribe San Cirilo, y no puedo negar que, aun a distancia de dieciséis siglos, aquella reacción de piedad me impresiona hondamente.

Quiera Dios Nuestro Señor que esta misma fe arda en nuestros corazones, y que se alce de nuestros labios un canto de acción de gracias: porque la Trinidad Santísima, al haber elegido a María como Madre de Cristo, Hombre como nosotros, nos ha puesto a cada uno bajo su manto maternal. Es Madre de Dios y Madre nuestra.

La Maternidad divina de María es la raíz de todas las perfecciones y privilegios que la adornan. Por ese título, fue concebida inmaculada y está llena de gracia, es siempre virgen, subió en cuerpo y alma a los cielos, ha sido coronada como Reina de la creación entera, por encima de los ángeles y de los santos. Más que Ella, sólo Dios. La Santísima Virgen, por ser Madre de Dios, posee una dignidad en cierto modo infinita, del bien infinito que es Dios. No hay peligro de exagerar. Nunca profundizaremos bastante en este misterio inefable; nunca podremos agradecer suficientemente a Nuestra Madre esta familiaridad que nos ha dado con la Trinidad Beatísima.

Eramos pecadores y enemigos de Dios. La Redención no sólo nos libra del pecado y nos reconcilia con el Señor: nos convierte en hijos, nos entrega una Madre, la misma que engendró al Verbo, según la Humanidad. ¿Cabe más derroche, más exceso de amor? Dios ansiaba redimirnos, disponía de muchos modos para ejecutar su Voluntad Santísima, según su infinita sabiduría. Escogió uno, que disipa todas las posibles dudas sobre nuestra salvación y glorificación. Como el primer Adán no nació de hombre y de mujer, sino que fue plasmado en la tierra, así también el último Adán, que había de curar la herida del primero, tomó un cuerpo plasmado en el seno de Virgen, para ser, en cuanto a la carne, igual a la carne de los que pecaron.

Madre del Amor Hermoso

Ego quasi vitis fructificavi...: como vid eché hermosos sarmientos y mis flores dieron sabrosos y ricos frutos. Así hemos leído en la Epístola. Que esa suavidad de olor que es la devoción a la Madre nuestra, abunde en nuestra alma y en el alma de todos los cristianos, y nos lleve a la confianza más completa en quien vela siempre por nosotros.

Yo soy la Madre del amor hermoso, del temor, de la ciencia y de la santa esperanza. Lecciones que nos recuerda hoy Santa María. Lección de amor hermoso, de vida limpia, de un corazón sensible y apasionado, para que aprendamos a ser fieles al servicio de la Iglesia. No es un amor cualquiera éste: es el Amor. Aquí no se dan traiciones, ni cálculos, ni olvidos. Un amor hermoso, porque tiene como principio y como fin el Dios tres veces Santo, que es toda la Hermosura y toda la Bondad y toda la Grandeza.

Pero se habla también de temor. No me imagino más temor que el de apartarse del Amor. Porque Dios Nuestro Señor no nos quiere apocados, timoratos, o con una entrega anodina. Nos necesita audaces, valientes, delicados. El temor que nos recuerda el texto sagrado nos trae a la cabeza aquella otra queja de la Escritura: busqué al amado de mi alma; lo busqué y no lo hallé.

Esto puede ocurrir, si el hombre no ha comprendido hasta el fondo lo que significa amar a Dios. Sucede entonces que el corazón se deja arrastrar por cosas que no conducen al Señor. Y, como consecuencia, lo perdemos de vista. Otras veces quizá es el Señor el que se esconde: Él sabe por qué. Nos anima entonces a buscarle con más ardor y, cuando lo descubrimos, exclamamos gozosos: le así y ya no lo soltaré.

El Evangelio de la Santa Misa nos ha recordado aquella escena conmovedora de Jesús, que se queda en Jerusalén enseñando en el templo. María y José anduvieron la jornada entera, preguntando a los parientes y conocidos. Pero, como no lo hallasen, volvieron a Jerusalén en su busca. La Madre de Dios, que buscó afanosamente a su hijo, perdido sin culpa de Ella, que experimentó la mayor alegría al encontrarle, nos ayudará a desandar lo andado, a rectificar lo que sea preciso cuando por nuestras ligerezas o pecados no acertemos a distinguir a Cristo. Alcanzaremos así la alegría de abrazarnos de nuevo a Él, para decirle que no lo perderemos más.

Madre de la ciencia es María, porque con Ella se aprende la lección que más importa: que nada vale la pena, si no estamos junto al Señor; que de nada sirven todas las maravillas de la tierra, todas las ambiciones colmadas, si en nuestro pecho no arde la llama de amor vivo, la luz de la santa esperanza que es un anticipo del amor interminable en nuestra definitiva Patria.

En mí se encuentra toda gracia de doctrina y de verdad, toda esperanza de vida y de virtud. ¡Con cuánta sabiduría la Iglesia ha puesto esas palabras en boca de nuestra Madre, para que los cristianos no las olvidemos! Ella es la seguridad, el Amor que nunca abandona, el refugio constantemente abierto, la mano que acaricia y consuela siempre.

Un antiguo Padre de la Iglesia escribe que hemos de procurar conservar en nuestra mente y en nuestra memoria un ordenado resumen de la vida de la Madre de Dios. Habréis ojeado en tantas ocasiones esos prontuarios, de medicina, de matemáticas o de otras materias. Allí se enumeran, para cuando se requieren con urgencia, los remedios inmediatos, las medidas que se deben adoptar con el fin de no descaminarse en esas ciencias.

Meditemos frecuentemente todo lo que hemos oído de Nuestra Madre, en una oración sosegada y tranquila. Y, como poso, se irá grabando en nuestra alma ese compendio, para acudir sin vacilar a Ella, especialmente cuando no tengamos otro asidero. ¿No es esto interés personal, por nuestra parte? Ciertamente lo es. Pero ¿acaso las madres ignoran que los hijos somos de ordinario un poco interesados, y que a menudo nos dirigimos a ellas como al último remedio? Están convencidas y no les importa: por eso son madres, y su amor desinteresado percibe —en nuestro aparente egoísmo— nuestro afecto filial y nuestra confianza segura.

No pretendo —ni para mí, ni para vosotros— que nuestra devoción a Santa María se limite a estas llamadas apremiantes. Pienso —sin embargo— que no debe humillarnos, si nos ocurre eso en algún momento. Las madres no contabilizan los detalles de cariño que sus hijos les demuestran; no pesan ni miden con criterios mezquinos. Una pequeña muestra de amor la saborean como miel, y se vuelcan concediendo mucho más de lo que reciben. Si así reaccionan las madres buenas de la tierra, imaginaos lo que podremos esperar de Nuestra Madre Santa María.

Madre de la Iglesia

Me gusta volver con la imaginación a aquellos años en los que Jesús permaneció junto a su Madre, que abarcan casi toda la vida de Nuestro Señor en este mundo. Verle pequeño, cuando María lo cuida y lo besa y lo entretiene. Verle crecer, ante los ojos enamorados de su Madre y de José, su padre en la tierra. Con cuánta ternura y con cuánta delicadeza María y el Santo Patriarca se preocuparían de Jesús durante su infancia y, en silencio, aprenderían mucho y constantemente de Él. Sus almas se irían haciendo al alma de aquel Hijo, Hombre y Dios. Por eso la Madre —y, después de Ella, José— conoce como nadie los sentimientos del Corazón de Cristo, y los dos son el camino mejor, afirmaría que el único, para llegar al Salvador.

Que en cada uno de vosotros, escribía San Ambrosio, esté el alma de María, para alabar al Señor; que en cada uno esté el espíritu de María, para gozarse en Dios. Y este Padre de la iglesia añade unas consideraciones que a primera vista resultan atrevidas, pero que tienen un sentido espiritual claro para la vida del cristiano. Según la carne, una sola es la Madre de Cristo; según la fe, Cristo es fruto de todos nosotros.

Si nos identificamos con María, si imitamos sus virtudes, podremos lograr que Cristo nazca, por la gracia, en el alma de muchos que se identificarán con Él por la acción del Espíritu Santo. Si imitamos a María, de alguna manera participaremos en su maternidad espiritual. En silencio, como Nuestra Señora; sin que se note, casi sin palabras, con el testimonio íntegro y coherente de una conducta cristiana, con la generosidad de repetir sin cesar un fiat que se renueva como algo íntimo entre nosotros y Dios.

Su mucho amor a Nuestra Señora y su falta de cultura teológica llevó, a un buen cristiano, a hacerme conocer cierta anécdota que voy a narraros, porque —con toda su ingenuidad— es lógica en persona de pocas letras.

Tómelo —me decía— como un desahogo: comprenda mi tristeza ante algunas cosas que suceden en estos tiempos. Durante la preparación y el desarrollo del actual Concilio, se ha propuesto incluir el tema de la Virgen. Así: el tema. ¿Hablan de ese modo los hijos? ¿Es ésa la fe que han profesado siempre los fieles? ¿Desde cuándo el amor a la Virgen es un tema, sobre el que se admita entablar una disputa a propósito de su conveniencia?

Si algo está reñido con el amor, es la cicatería. No me importa ser muy claro; si no lo fuera —continuaba— me parecería una ofensa a Nuestra Madre Santa. Se ha discutido si era o no oportuno llamar a María Madre de la Iglesia. Me molesta descender a más detalles. Pero la Madre de Dios y, por eso, Madre de todos los cristianos, ¿no será Madre de la Iglesia, que es la reunión de los que han sido bautizados y han renacido en Cristo, hijo de María?

No me explico —seguía— de dónde nace la mezquindad de escatimar ese título en alabanza de Nuestra Señora. ¡Qué diferente es la fe de la Iglesia! El tema de la Virgen. ¿Pretenden los hijos plantear el tema del amor a su madre? La quieren y basta. La querrán mucho, si son buenos hijos. Del tema —o del esquema— hablan los extraños, los que estudian el caso con la frialdad del enunciado de un problema. Hasta aquí el desahogo recto y piadoso, pero injusto, de aquella alma simple y devotísima.

Sigamos nosotros ahora considerando este misterio de la Maternidad divina de María, en una oración callada, afirmando desde el fondo del alma: Virgen, Madre de Dios: Aquel a quien los Cielos no pueden contener, se ha encerrado en tu seno para tomar la carne de hombre.

Mirad lo que nos hace recitar hoy la liturgia: bienaventuradas sean las entrañas de la Virgen María, que acogieron al Hijo del Padre eterno. Una exclamación vieja y nueva, humana y divina. Es decir al Señor, como se usa en algunos sitios para ensalzar a una persona: ¡bendita sea la madre que te trajo al mundo!

Maestra de fe, de esperanza y de caridad

María cooperó con su caridad para que nacieran en la Iglesia los fieles, miembros de aquella Cabeza de la que es efectivamente madre según el cuerpo. Como Madre, enseña; y, también como Madre, sus lecciones no son ruidosas. Es preciso tener en el alma una base de finura, un toque de delicadeza, para comprender lo que nos manifiesta, más que con promesas, con obras.

Maestra de fe. ¡Bienaventurada tú, que has creído!, así la saluda Isabel, su prima, cuando Nuestra Señora sube a la montaña para visitarla. Había sido maravilloso aquel acto de fe de Santa María: he aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra. En el Nacimiento de su Hijo contempla las grandezas de Dios en la tierra: hay un coro de ángeles, y tanto los pastores como los poderosos de la tierra vienen a adorar al Niño. Pero después la Sagrada Familia ha de huir a Egipto, para escapar de los intentos criminales de Herodes. Luego, el silencio: treinta largos años de vida sencilla, ordinaria, como la de un hogar más de un pequeño pueblo de Galilea.

El Santo Evangelio, brevemente, nos facilita el camino para entender el ejemplo de Nuestra Madre: María conservaba todas estas cosas dentro de sí, ponderándolas en su corazón. Procuremos nosotros imitarla, tratando con el Señor, en un diálogo enamorado, de todo lo que nos pasa, hasta de los acontecimientos más menudos. No olvidemos que hemos de pesarlos, valorarlos, verlos con ojos de fe, para descubrir la Voluntad de Dios.

Si nuestra fe es débil, acudamos a María. Cuenta San Juan que por el milagro de las bodas de Caná, que Cristo realizó a ruegos de su Madre, creyeron en Él sus discípulos. Nuestra Madre intercede siempre ante su Hijo para que nos atienda y se nos muestre, de tal modo, que podamos confesar: Tú eres el Hijo de Dios.

Maestra de esperanza. María proclama que la llamarán bienaventurada todas las generaciones. Humanamente hablando, ¿en qué motivos se apoyaba esa esperanza? ¿Quién era Ella, para los hombres y mujeres de entonces? Las grandes heroínas del Viejo Testamento —Judit, Ester, Débora— consiguieron ya en la tierra una gloria humana, fueron aclamadas por el pueblo, ensalzadas. El trono de María, como el de su Hijo, es la Cruz. Y durante el resto de su existencia, hasta que subió en cuerpo y alma a los Cielos, es su callada presencia lo que nos impresiona. San Lucas, que la conocía bien, anota que está junto a los primeros discípulos, en oración. Así termina sus días terrenos, la que habría de ser alabada por las criaturas hasta la eternidad.

¡Cómo contrasta la esperanza de Nuestra Señora con nuestra impaciencia! Con frecuencia reclamamos a Dios que nos pague enseguida el poco bien que hemos efectuado. Apenas aflora la primera dificultad, nos quejamos. Somos, muchas veces, incapaces de sostener el esfuerzo, de mantener la esperanza. Porque nos falta fe: ¡bienaventurada tú, que has creído! Porque se cumplirán las cosas que se te han declarado de parte del Señor.

Maestra de caridad. Recordad aquella escena de la presentación de Jesús en el templo. El anciano Simeón aseguró a María, su Madre: mira, este niño está destinado para ruina y para resurrección de muchos en Israel y para ser el blanco de la contradicción; lo que será para ti misma una espada que traspasará tu alma, a fin de que sean descubiertos los pensamientos ocultos en los corazones de muchos. La inmensa caridad de María por la humanidad hace que se cumpla, también en Ella, la afirmación de Cristo: nadie tiene amor más grande que el que da su vida por sus amigos.

Con razón los Romanos Pontífices han llamado a María Corredentora: de tal modo, juntamente con su Hijo paciente y muriente, padeció y casi murió; y de tal modo, por la salvación de los hombres, abdicó de los derechos maternos sobre su Hijo, y le inmoló, en cuanto de Ella dependía, para aplacar la justicia de Dios, que puede con razón decirse que Ella redimió al género humano juntamente con Cristo. Así entendemos mejor aquel momento de la Pasión de Nuestro Señor, que nunca nos cansaremos de meditar: stabat autem iuxta crucem Iesu mater eius, estaba junto a la cruz de Jesús su Madre.

Habréis observado cómo algunas madres, movidas de un legítimo orgullo, se apresuran a ponerse al lado de sus hijos cuando éstos triunfan, cuando reciben un público reconocimiento. Otras, en cambio, incluso en esos momentos permanecen en segundo plano, amando en silencio. María era así, y Jesús lo sabía.

Ahora, en cambio, en el escándalo del Sacrificio de la Cruz, Santa María estaba presente, oyendo con tristeza a los que pasaban por allí, y blasfemaban meneando la cabeza y gritando: ¡Tú, que derribas el templo de Dios, y en tres días lo reedificas, sálvate a ti mismo!; si eres el hijo de Dios, desciende de la Cruz. Nuestra Señora escuchaba las palabras de su Hijo, uniéndose a su dolor: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?. ¿Qué podía hacer Ella? Fundirse con el amor redentor de su Hijo, ofrecer al Padre el dolor inmenso —como una espada afilada— que traspasaba su Corazón puro.

De nuevo Jesús se siente confortado, con esa presencia discreta y amorosa de su Madre. No grita María, no corre de un lado a otro. Stabat: está en pie, junto al Hijo. Es entonces cuando Jesús la mira, dirigiendo después la vista a Juan. Y exclama: Mujer, ahí tienes a tu hijo. Después dice al discípulo: ahí tienes a tu Madre. En Juan, Cristo confía a su Madre todos los hombres y especialmente sus discípulos: los que habían de creer en Él.

Felix culpa, canta la Iglesia, feliz culpa, porque ha alcanzado tener tal y tan grande Redentor. Feliz culpa, podemos añadir también, que nos ha merecido recibir por Madre a Santa María. Ya estamos seguros, ya nada debe preocuparnos: porque Nuestra Señora, coronada Reina de cielos y tierra, es la omnipotencia suplicante delante de Dios. Jesús no puede negar nada a María, ni tampoco a nosotros, hijos de su misma Madre.

Madre nuestra

Los hijos, especialmente cuando son aún pequeños, tienden a preguntarse qué han de realizar por ellos sus padres, olvidando en cambio las obligaciones de piedad filial. Somos los hijos, de ordinario, muy interesados, aunque esa conducta —ya lo hemos hecho notar—, no parece importar mucho a las madres, porque tienen suficiente amor en sus corazones y quieren con el mejor cariño: el que se da sin esperar correspondencia.

Así ocurre también con Santa María. Pero hoy, en la fiesta de su Maternidad divina, hemos de esforzarnos en una observación más detenida. Han de dolernos, si las encontramos, nuestras faltas de delicadeza con esta Madre buena. Os pregunto —y me pregunto yo—, ¿cómo la honramos?

Volvemos de nuevo a la experiencia de cada día, al trato con nuestras madres en la tierra. Por encima de todo, ¿qué desean, de sus hijos, que son carne de su carne y sangre de su sangre? Su mayor ilusión es tenerlos cerca. Cuando los hijos crecen y no es posible que continúen a su lado, aguardan con impaciencia sus noticias, les emociona todo lo que les ocurre: desde una ligera enfermedad hasta los sucesos más importantes.

Mirad: para nuestra Madre Santa María jamás dejamos de ser pequeños, porque Ella nos abre el camino hacia el Reino de los Cielos, que será dado a los que se hacen niños. De Nuestra Señora no debemos apartarnos nunca. ¿Cómo la honraremos? Tratándola, hablándole, manifestándole nuestro cariño, ponderando en nuestro corazón las escenas de su vida en la tierra, contándole nuestras luchas, nuestros éxitos y nuestro fracasos.

Descubrimos así —como si las recitáramos por vez primera— el sentido de las oraciones marianas, que se han rezado siempre en la Iglesia. ¿Qué son el Ave Maria y el Ángelus sino alabanzas encendidas a la Maternidad divina? Y en el Santo Rosario —esa maravillosa devoción, que nunca me cansaré de aconsejar a todos los cristianos— pasan por nuestra cabeza y por nuestro corazón los misterios de la conducta admirable de María, que son los mismos misterios fundamentales de la fe.

El año litúrgico aparece jalonado de fiestas en honor a Santa María. El fundamento de este culto es la Maternidad divina de Nuestra Señora, origen de la plenitud de dones de naturaleza y de gracia con que la Trinidad Beatísima la ha adornado. Demostraría escasa formación cristiana —y muy poco amor de hijo— quien temiese que el culto a la Santísima Virgen pudiera disminuir la adoración que se debe a Dios. Nuestra Madre, modelo de humildad, cantó: me llamarán bienaventurada todas las generaciones, porque ha hecho en mí cosas grandes aquel que es Todopoderoso, cuyo nombre es santo, y cuya misericordia se derrama de generación en generación para los que le temen.

En las fiestas de Nuestra Señora no escatimemos las muestras de cariño; levantemos con más frecuencia el corazón pidiéndole lo que necesitemos, agradeciéndole su solicitud maternal y constante, encomendándole las personas que estimamos. Pero, si pretendemos comportarnos como hijos, todos los días serán ocasión propicia de amor a María, como lo son todos los días para los que se quieren de verdad.

Quizá ahora alguno de vosotros puede pensar que la jornada ordinaria, el habitual ir y venir de nuestra vida, no se presta mucho a mantener el corazón en una criatura tan pura como Nuestra Señora. Yo os invitaría a reflexionar un poco. ¿Qué buscamos siempre, aun sin especial atención, en todo lo que hacemos? Cuando nos mueve el amor de Dios y trabajamos con rectitud de intención, buscamos lo bueno, lo limpio, lo que trae paz a la conciencia y felicidad al alma. ¿Que no nos faltan las equivocaciones? Sí; pero precisamente, reconocer esos errores, es descubrir con mayor claridad que nuestra meta es ésa: una felicidad no pasajera, sino honda, serena, humana y sobrenatural.

Una criatura existe que logró en esta tierra esa felicidad, porque es la obra maestra de Dios: Nuestra Madre Santísima, María. Ella vive y nos protege; está junto al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo, en cuerpo y alma. Es la misma que nació en Palestina, que se entregó al Señor desde niña, que recibió el anuncio del Arcángel Gabriel, que dio a luz a Nuestro Salvador, que estuvo junto a Él al pie de la Cruz.

En Ella adquieren realidad todos los ideales; pero no debemos concluir que su sublimidad y grandeza nos la presentan inaccesible y distante. Es la llena de gracia, la suma de todas las perfecciones: y es Madre. Con su poder delante de Dios, nos alcanzará lo que le pedimos; como Madre quiere concedérnoslo. Y también como Madre entiende y comprende nuestras flaquezas, alienta, excusa, facilita el camino, tiene siempre preparado el remedio, aun cuando parezca que ya nada es posible.

¡Cuánto crecerían en nosotros las virtudes sobrenaturales, si lográsemos tratar de verdad a María, que es Madre Nuestra! Que no nos importe repetirle durante el día —con el corazón, sin necesidad de palabras— pequeñas oraciones, jaculatorias. La devoción cristiana ha reunido muchos de esos elogios encendidos en las Letanías que acompañan al Santo Rosario. Pero cada uno es libre de aumentarlas, dirigiéndole nuevas alabanzas, diciéndole lo que —por un santo pudor que Ella entiende y aprueba— no nos atreveríamos a pronunciar en voz alta.

Te aconsejo —para terminar— que hagas, si no lo has hecho todavía, tu experiencia particular del amor materno de María. No basta saber que Ella es Madre, considerarla de este modo, hablar así de Ella. Es tu Madre y tú eres su hijo; te quiere como si fueras el hijo único suyo en este mundo. Trátala en consecuencia: cuéntale todo lo que te pasa, hónrala, quiérela. Nadie lo hará por ti, tan bien como tú, si tú no lo haces.

Te aseguro que, si emprendes este camino, encontrarás enseguida todo el amor de Cristo: y te verás metido en esa vida inefable de Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo. Sacarás fuerzas para cumplir acabadamente la Voluntad de Dios, te llenarás de deseos de servir a todos los hombres. Serás el cristiano que a veces sueñas ser: lleno de obras de caridad y de justicia, alegre y fuerte, comprensivo con los demás y exigente contigo mismo.

Ese, y no otro, es el temple de nuestra fe. Acudamos a Santa María, que Ella nos acompañará con un andar firme y constante.

✒ Josemaría Escrivá. Amigos de Dios.  Madre de Dios, Madre nuestra - Opus Dei

Imagen: Virgen con el Niño y dos santos. Anónimo. Óleo sobre cobre, siglo XVIII, Cuzco, Perú. Colección Los Angeles County Museum of Art (LACMA), Los Ángeles. (Dominio público).